Ayer estuve en un famoso centro comercial. No soy muy dado a ir a esos sitios si no tengo una buena razón para ello. Me agobian las aglomeraciones de personas, seguro que desde las cámaras de seguridad se nos ve allí dentro como hormigas, en fila de un lado para el otro sin parar de mirar escaparates.
Pues eso, que me decidí a ir porque tenía que comprar un ordenador portátil nuevo, y como en los centros comerciales lo mismo te venden chorizos, condones, vino tinto ú ordenadores, pues allá que fui.
Mientras que esperaba mi turno me fije en el agente de seguridad que, muy atento, vigilaba un monitor de televisión, se le veía que lo tenía todo bajo control. Es curioso la de gente que con la crisis se ha metido a trabajar de seguridad privada. Luego también eché un vistazo a las cajeras (casi todas féminas), pasaban los productos por el sensor de la caja y cobraban a los clientes, en sus caras se podía ver que la monotonía las devoraba por dentro. Es dura la vida de cajera, tienen que tener una paciencia a prueba de bombas. Pero allí estaban ellas, con una medio sonrisa en sus labios mientras pensaban en qué número del cupón saldría anoche.
Al fin llegó mi turno, un joven vendedor de unos treinta y pico años (es curioso pero parece que en esos sitios las personas que superen los cuarenta no son válidas para trabajar), muy repeinado y con una dentadura perfecta, me informó sobre el tema de los ordenadores, que si éste tiene HDMI, que si el otro tiene Intel inside, y así pasó un rato hablándome en un idioma extraño el cual me aburría bastante. Al final me dejé aconsejar por el vendedor.
Con mi flamante portátil bajo el brazo me dirigí a pagar, y otra vez a la cola, otra vez a esperar. Luego que si firma la garantía, que si déme su DNI, la tarjeta del banco, etc. Ni que estuviera sacando una hipoteca, oiga. Por fin logré salí de aquel lugar y dejar la marabunta consumista a mi espalda. Afuera era ya de noche, las farolas encendidas y un vientecillo frío que me hacía volver a la realidad y sentirme mejor. Conozco gente que van a los centros comerciales a pasear, mirar, entretenerse y pasar el tiempo. Y es que, como bien dijo Belmonte: “Hay gente pa´tó”.
Pues eso, que me decidí a ir porque tenía que comprar un ordenador portátil nuevo, y como en los centros comerciales lo mismo te venden chorizos, condones, vino tinto ú ordenadores, pues allá que fui.
Mientras que esperaba mi turno me fije en el agente de seguridad que, muy atento, vigilaba un monitor de televisión, se le veía que lo tenía todo bajo control. Es curioso la de gente que con la crisis se ha metido a trabajar de seguridad privada. Luego también eché un vistazo a las cajeras (casi todas féminas), pasaban los productos por el sensor de la caja y cobraban a los clientes, en sus caras se podía ver que la monotonía las devoraba por dentro. Es dura la vida de cajera, tienen que tener una paciencia a prueba de bombas. Pero allí estaban ellas, con una medio sonrisa en sus labios mientras pensaban en qué número del cupón saldría anoche.
Al fin llegó mi turno, un joven vendedor de unos treinta y pico años (es curioso pero parece que en esos sitios las personas que superen los cuarenta no son válidas para trabajar), muy repeinado y con una dentadura perfecta, me informó sobre el tema de los ordenadores, que si éste tiene HDMI, que si el otro tiene Intel inside, y así pasó un rato hablándome en un idioma extraño el cual me aburría bastante. Al final me dejé aconsejar por el vendedor.
Con mi flamante portátil bajo el brazo me dirigí a pagar, y otra vez a la cola, otra vez a esperar. Luego que si firma la garantía, que si déme su DNI, la tarjeta del banco, etc. Ni que estuviera sacando una hipoteca, oiga. Por fin logré salí de aquel lugar y dejar la marabunta consumista a mi espalda. Afuera era ya de noche, las farolas encendidas y un vientecillo frío que me hacía volver a la realidad y sentirme mejor. Conozco gente que van a los centros comerciales a pasear, mirar, entretenerse y pasar el tiempo. Y es que, como bien dijo Belmonte: “Hay gente pa´tó”.
Miguel Ángel Rincón Peña