Había una vez, en un país muy lejano, una sociedad de hombres y mujeres que se llamaban a sí mismos “libres”. Se organizaban en clases sociales. Una de esas clases era la de arriba. A ella pertenecían los grandes mercaderes, los aristócratas, los banqueros y algún que otro político que lograba ascender de clase. Estos hacían poco, daban fiestas y comilonas, viajaban, paseaban, invertían en Banca, etc. Los integrantes de la clase de arriba eran casi siempre los mismos, pues tenían una comunidad donde se hacía muy complicado entrar.
Después estaba la clase política. Cada cierto tiempo, el país elegía a sus representantes políticos y éstos se reunían en un salón muy grande para decidir el futuro de aquel pequeño Estado. Creaban y modificaban leyes, votaban propuestas, etc. Los políticos también eran casi siempre los mismos, no se sabía bien el motivo.
Y por último, existía la clase de abajo. Los de abajo eran los que mantenían toda la estructura piramidal de las clases dominantes. Eran los que trabajaban de Sol a Sol, los que cuando había crisis se quedaban sin trabajo o con suerte con un empleo precario. Eran los de abajo los que votaban en las elecciones a la clase política y mantenían así la burocracia.
Así que, en definitiva, los de la clase de arriba eran los que tenían el dinero, la clase política eran los que miraban por los intereses de los que tenían el dinero y la clase de abajo, eran los que no tenían dinero pero mantenían a las clases socialmente superiores.
Un buen día, uno de los de abajo, cayó en la cuenta de que aquel sistema era totalmente injusto. Y pensó que las demás clases sociales se estaban aprovechando vilmente de los de abajo. Pero, qué podía hacer aquel insignificante obrero contra la gran maquinaria del Estado. Cómo podría convencer a sus compañeros de clase para que reivindicaran sus derechos. Lo intentó, pero sus compañeros temían alzar la voz por miedo a perder sus trabajos, que aunque precarios, era lo único que tenían. Solamente un grupo de ellos se animaron a pedir explicaciones a las demás clases dominantes, y se fueron a la puerta del congreso. Los políticos eran seres dotados con una verborrea única, capaces de convencer y engañar a cualquiera. Los de abajo lo sabían y por eso fueron preparados a la cita. (Continuará…)
Después estaba la clase política. Cada cierto tiempo, el país elegía a sus representantes políticos y éstos se reunían en un salón muy grande para decidir el futuro de aquel pequeño Estado. Creaban y modificaban leyes, votaban propuestas, etc. Los políticos también eran casi siempre los mismos, no se sabía bien el motivo.
Y por último, existía la clase de abajo. Los de abajo eran los que mantenían toda la estructura piramidal de las clases dominantes. Eran los que trabajaban de Sol a Sol, los que cuando había crisis se quedaban sin trabajo o con suerte con un empleo precario. Eran los de abajo los que votaban en las elecciones a la clase política y mantenían así la burocracia.
Así que, en definitiva, los de la clase de arriba eran los que tenían el dinero, la clase política eran los que miraban por los intereses de los que tenían el dinero y la clase de abajo, eran los que no tenían dinero pero mantenían a las clases socialmente superiores.
Un buen día, uno de los de abajo, cayó en la cuenta de que aquel sistema era totalmente injusto. Y pensó que las demás clases sociales se estaban aprovechando vilmente de los de abajo. Pero, qué podía hacer aquel insignificante obrero contra la gran maquinaria del Estado. Cómo podría convencer a sus compañeros de clase para que reivindicaran sus derechos. Lo intentó, pero sus compañeros temían alzar la voz por miedo a perder sus trabajos, que aunque precarios, era lo único que tenían. Solamente un grupo de ellos se animaron a pedir explicaciones a las demás clases dominantes, y se fueron a la puerta del congreso. Los políticos eran seres dotados con una verborrea única, capaces de convencer y engañar a cualquiera. Los de abajo lo sabían y por eso fueron preparados a la cita. (Continuará…)
Miguel Ángel Rincón Peña