No sé si les sonará de algo el nombre de Egas Moriz. Para el que no lo sepa, fue un médico especializado en Neurocirugía. Él fue el inventor de la lobotomía prefrontal, una técnica quirúrgica que procuraba la ablación total o parcial de la zona más frontal del cerebro de los pacientes mentales que sufrían trastornos de neurosis, esquizofrenia, ansiedad, etc. Moriz llegó a ser galardonado con el Nóbel por este hecho.
Pero fue peor el remedio que la enfermedad. Algunos pacientes fallecían tras la operación, y la mayoría de los que sobrevivían, se convertían en “otras” personas, o sea, la mayoría se convertían en auténticos zombis, sin ninguna voluntad propia.
La cosa se les fue de las manos, pues apareció en escena Walter Freeman, un médico estadounidense que inventó una variante de la lobotomía prefrontal, la lobotomía transorbital, que se la conoció popularmente como la “técnica del pica hielo”. Consistía básicamente en introducir un pica hielo por el hueco del ojo, entre el párpado superior y el ojo, golpearlo con un martillo y moverlo hasta cortar las conexiones del lóbulo frontal con el resto del cerebro. Tal fue la locura por lobotomizar a diestro y siniestro que Freeman montó un auténtico quirófano en su furgoneta, llegándola a bautizar como la “lobotomóvil”. Puede parecer increíble, digno de una novela de ficción, pero la realidad es que la lobotomía se ha estado practicando hasta hace bien poco. Fueron los doctores de la URSS, en 1.950, los primeros en decir que la lobotomía era “contraria a los principios de la humanidad”, y que convertía “a un loco en un idiota”. A partir de ahí, numerosos países comenzaron a prohibir esta operación.
A mí, que me encanta una camisa de once varas y una conspiración judeo-masónica-bolchevique, creo que en la actualidad se practica otra variante mucho más sutil de la antigua lobotomía. Esta no utiliza bisturís, ni pica hielos, ni martillos, ni la llevan a cabo los médicos. Esta lobotomía es totalmente diferente en su ejecución, pero muy parecida en sus efectos. Todos corremos el riesgo de ser lobotomizados. En esta sociedad en la que vivimos -o sobrevivimos como podemos- existen muchos Egas Moriz y, sobre todo, muchos Walter Freeman. Seguro que usted, sagaz lector, sabrá de lo que hablo.
Pero fue peor el remedio que la enfermedad. Algunos pacientes fallecían tras la operación, y la mayoría de los que sobrevivían, se convertían en “otras” personas, o sea, la mayoría se convertían en auténticos zombis, sin ninguna voluntad propia.
La cosa se les fue de las manos, pues apareció en escena Walter Freeman, un médico estadounidense que inventó una variante de la lobotomía prefrontal, la lobotomía transorbital, que se la conoció popularmente como la “técnica del pica hielo”. Consistía básicamente en introducir un pica hielo por el hueco del ojo, entre el párpado superior y el ojo, golpearlo con un martillo y moverlo hasta cortar las conexiones del lóbulo frontal con el resto del cerebro. Tal fue la locura por lobotomizar a diestro y siniestro que Freeman montó un auténtico quirófano en su furgoneta, llegándola a bautizar como la “lobotomóvil”. Puede parecer increíble, digno de una novela de ficción, pero la realidad es que la lobotomía se ha estado practicando hasta hace bien poco. Fueron los doctores de la URSS, en 1.950, los primeros en decir que la lobotomía era “contraria a los principios de la humanidad”, y que convertía “a un loco en un idiota”. A partir de ahí, numerosos países comenzaron a prohibir esta operación.
A mí, que me encanta una camisa de once varas y una conspiración judeo-masónica-bolchevique, creo que en la actualidad se practica otra variante mucho más sutil de la antigua lobotomía. Esta no utiliza bisturís, ni pica hielos, ni martillos, ni la llevan a cabo los médicos. Esta lobotomía es totalmente diferente en su ejecución, pero muy parecida en sus efectos. Todos corremos el riesgo de ser lobotomizados. En esta sociedad en la que vivimos -o sobrevivimos como podemos- existen muchos Egas Moriz y, sobre todo, muchos Walter Freeman. Seguro que usted, sagaz lector, sabrá de lo que hablo.
Miguel Ángel Rincón Peña