12 feb 2015

¿QUÉ PAÍS?

Esta semana, en la sesión de control del Gobierno, Cayo Lara, portavoz de la Izquierda Plural en el Congreso, recriminaba ante Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, que se firme un pacto contra el yihadismo antes que uno contra la pobreza, el paro y la precariedad del empleo. El presidente del reino, le respondía así a Cayo: ‘Nos ha pintado un país que yo no conozco.’ 
Parece ser que tanto Mariano como sus correligionarios no quieren conocer la realidad del país donde viven. Pues miren ustedes, en 2014, Cáritas Europa reveló en un informe que España es el segundo país de la Unión Europea con el mayor índice de pobreza infantil, superado solamente por Rumanía. Hace tan sólo un par de días, la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social presentaba el informe sobre 'El Estado de la Pobreza en España' y daba a conocer que más de 12,8 millones de españoles están en riesgo de pobreza o exclusión social. Hay muchos más datos -contrastables todos ellos- que ponen en evidencia al Gobierno de España, como por ejemplo, que el salario medio bajó 600 euros desde 2010, o que los tres españoles más acaudalados duplican en riqueza a los nueve millones de personas que conforman el 20% de la población más pobre del país.
Al día siguiente de que Rajoy acusara a Lara de ‘pintar el peor país del mundo’, la Policía Nacional desahuciaba de forma contundente a una madre soltera con tres menores a su cargo. Uno era tan sólo un bebé de pocos meses. Los agentes reventaron la puerta tras la que se encontraban unos 50 activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que trataron de impedir el desahucio, sin ningún éxito. De nada sirve recordar el Artículo 47 de la Constitución, el cual dice: ‘Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho.’ 
¿Están seguras sus señorías del Gobierno que no conocen este país? Despeguen sus posaderas del sillón, salgan a la calle, escuchen al Pueblo, paseen por nuestros barrios, convivan con la ciudadanía, intenten vivir decentemente con el sueldo medio…, verán entonces como firman ese pacto contra la pobreza, el paro y la precariedad laboral. 

Miguel Ángel Rincón Peña 

ME ESTOY QUITANDO

Hacía varias semanas que, por falta de tiempo -que no de ganas- no salía a dar mis paseítos por carriles y veredas. A veces le faltan horas a mi reloj. El otro día que tenía la tarde libre me escapé un rato, y aprovechado que me había descargado una aplicación para el móvil que contabiliza al instante los kilómetros que se van haciendo, e incluso lo pasos que se dan, me puse en marcha y emprendí el camino. Como no me fío mucho de las nuevas tecnologías, iba con el móvil en la mano, comprobando que la aplicación funcionaba correctamente. Caminaba tan concentrado en la pantalla del móvil, que ni me di cuenta que en la cuneta había un rebaño de ovejas. El pastor estaba sentado en un extremo del camino, con su sombrero de paja y un perro de agua a su lado. De repente escuché: ‘Chiquillo, deja el móvil tranquilo que te vas a tropezar’. Levanté la cabeza y allí estaba el buen hombre, con un cigarrillo en la boca y una sonrisa maliciosa. Lo saludé y del bolsillo se sacó su móvil, uno de esos antiguos, lleno de ralladuras y polvo: ‘Mira, este es el mío, todo el día en el bolsillo porque no me llama ‘naiden’ y me parece que ni tengo saldo para llamar’. Ya había pensado alguna vez que otra escribir una columna sobre la adicción que los teléfonos móviles nos crean, pero después de aquel encuentro me decidí a hacerlo, y aquí estoy, dándole a la tecla. Todos hemos sido testigos alguna vez de esas situaciones en que, por ejemplo, en la mesa hay cuatro personas y todas están con la mirada puesta en el móvil. Nadie habla durante unos momentos. Antes los chavales se reunían en las plazas a comer pipas, charlar, etc. Ahora lo hacen para mirar las notificaciones de las redes sociales, o conversar por el Whatsapp. A veces he ido mirando mensajes a la vez que caminaba por la calle, y me he cruzado a alguien que también iba haciendo lo mismo que yo. Parecíamos zombis. Así que desde que caí en la cuenta procuro sacar el móvil lo menos posible. Las nuevas tecnologías, en un momento dado, nos pueden volver totalmente idiotas. Pasamos más tiempo pendiente al móvil que mirando los ojos de nuestra pareja, y eso es preocupante e inaceptable. Lo queramos reconocer o no, estamos absolutamente enganchados a esos aparatejos. Prueben a desconectar el móvil y pasar un día sin él. Salgan a la calle desprovistos de teléfono, verán que sensación tan rara y angustiosa. No voy a mentirles, yo también fui alienado por esos ‘engendros móviles’, pero llegó un momento en que me dije ‘hasta aquí hemos llegado’, y desde entonces, y como cantaran los ‘Tabletom’, me estoy quitando… 

Miguel Ángel Rincón Peña

INVISIBLES

La semana pasada estuve de visita en la maravillosa ciudad de Sevilla. Fuimos al centro a pasear, a mirar escaparates, a tapear y a quedarnos completamente enamorados de la ciudad. He de reconocer que hasta hace bien poco no me había atrapado aún esa magia que fluye en el ambiente sevillano. A pesar de no estar a demasiados kilómetros, nunca fui asiduo a visitar la capital andaluza. Recuerdo que de pequeño fui algunas veces, en una de aquellas ocasiones subí a la Giralda. Desde tal altura se puede ver toda la ciudad, me quedé alucinando. 
El otro día pasamos por una de las puertas laterales de la Catedral, y en el escalón, muerto de frío, se encontraba sentado un hombre de mediana edad con la mano extendida y un cartelito en el que explicaba su situación. Yo estaba enfrente, esperando a una persona, y mientras tanto observaba atónito la escena. Señores mayores, parejas con prisas, jóvenes pendientes del móvil, pasaban por su lado y ni siquiera lo miraban. Señoras de laca y permanente y grupos de turistas entraban en la Catedral, a escasos centímetros del pobre hombre y ni siquiera le dedicaban una mirada. Aquel hombre era invisible a ojos de todos aquellos individuos que paseaban por la acera o entraban a tan ‘sagrado’ lugar. Las personas que se echan a la calle a pedir por necesidad, no son de otra galaxia, nos demos cuenta o no, son como nosotros. La mayoría tuvieron un trabajo, una casa, una familia, y por circunstancias de la vida y del sistema en el que vivimos, se quedaron en la calle, viviendo entre cartones en cualquier plaza o cajero automático de la ciudad. Le puede pasar a cualquiera; a usted, que lee ahora mismo este periódico en el bar o al calor de su hogar, o a mí, que tecleo este artículo tranquilamente sentado en el sofá de mi casa. El hombre que resultaba invisible a según qué ojos, tenía un nombre, se llama Antonio y trabajó de fontanero, y en los últimos tiempos de albañil. Está divorciado y tiene un hijo al que no puede ver porque vive con su madre en Cataluña. A Antonio se le hizo la vida ruinas cuando perdió el trabajo, ahí empezó todo. 
Pero no hay que irse a Sevilla para encontrarse, cara a cara, con el drama de la crisis llevado a su máxima expresión. Lo vemos cada día en nuestros pueblos. Sin ir más lejos, estas pasadas navidades, en la puerta del Mercadona de Villamartín, me encontré a una madre y sus pequeños pidiendo comida a los clientes que iban saliendo del supermercado. No puede haber recuperación económica, por mucho que lo repita el Gobierno, mientras haya una sola familia que no tenga qué llevarse a la boca o un desempleado que tenga que salir a la calle a mendigar una limosna. 

Miguel Ángel Rincón Peña