26 mar 2013

FEÉRICOS #12

Como ya expliqué la semana pasada, y debido a comentarios que me han hecho y correos que he recibido de lectores interesándose por la segunda parte del cuento de los Feéricos, me decidí a seguir escribiendo la historia. Para los que no hayan seguido el hilo del cuento, les haré una breve sinopsis de lo que fue la primera parte. 
Un buen amigo decidió contar la experiencia que vivió cuando era un niño. Un día se perdió cerca del río Majaceite y no se sabe bien cómo, fue protegido por unos seres mágicos, en lo profundo del bosque. Pasó con ellos toda la noche, tiempo en el cual una sílfide le contó varias historias sobre el pueblo feérico. Esas historias son las que capítulo a capítulo fui relatando. Aventuras de duendes, trasgos, hadas, etc., siempre con el telón de fondo de un paisaje tan hermoso como los alrededores del Majaceite. Realidad y sueño. Cuando se acabaron las historias sobre estos personajes, decidí acudir al encuentro de la persona que me los contó. Para mi sorpresa, este amigo no estaba en su casa, al parecer, según su mujer, había sufrido una crisis y estaba ingresado en una unidad de psiquiatría de Sevilla. 
Pasaron varios días, los cuales estuve dudando si ir a visitarlo a Sevilla o esperar a que se recuperara. Pero pasaban las semanas y aparentemente no había mejoría. Una tarde, después de llegar del trabajo, me subí al coche y puse rumbo a la capital. 
Cuando llegué al complejo hospitalario, me dirigí al pabellón de psiquiatría. En recepción di el nombre y apellidos del paciente y una señorita me indicó que esperara en una sala. Frente a mí había una pareja de personas mayores, según me contó la señora, estaban allí esperando para poder visitar a su hijo, que estaba ingresado desde hacía meses. Miré a mi alrededor, los enfermeros, auxiliares, doctores, iban y venían por un largo pasillo. Todo allí era de un blanco impoluto. 
La tarde se tornó gris, por los ventanales se podían ver los árboles moviéndose a merced del viento y en los cristales empezaban a resbalar las pequeñas gotas de lluvia. La voz de una enfermera me sacó de mis cavilaciones, parece que ya podía pasar a verle. Seguí a la enfermera por el pasillo, pasamos por varias habitaciones y al fin, allí estaba mi amigo, sentado, esperándome. 

Miguel Ángel Rincón Peña