Noches de luces artificiales en la gran ciudad, anocheceres en estaciones de trenes vacías, mañanas lluviosas en las carreteras del infierno. Esa es la vida del viajero. Vida que sabe a café recién hecho y a tabaco barato.
Los sueños se vuelven realidad y los recuerdos se pierden en la distancia. La carretera se presenta como una adicción, el olor a gasolina y alquitrán impregnan el aire, y una lágrima se asoma al mundo desde los ojos cansados del infatigable viajero.
Se van quemando las horas en pensiones y hostales de mala muerte, compartiendo las madrugadas con las cucarachas y con los mosquitos. La botella -a veces- es sin duda la mejor compañera de viaje cuando vuelven los recuerdos en la lejanía, en los paisajes extraños, impropios y fríos.
Un viajero, una vez me dijo: Quizá este viento que sopla hoy, lleve las cenizas de este viajero lejos, tan lejos que no se sabrá dónde reposan, y el río seguirá su curso hasta el mar y el cielo seguirá haciendo de techo para otros como yo, otros que seguirán gastando sus vidas en caminos abandonados, en playas desiertas, en desiertos hastíos y en carreteras hacia el infierno.
Yo conozco un viajero en Prado del Rey, un tipo peculiar que cuando siente que su casa se convierte en una cárcel, agarra su vieja bicicleta y recorre kilómetros y kilómetros, la última vez tuvo la desfachatez de llegar hasta el Cabo Norte, en Noruega, nada más y nada menos. Si hubiera nacido en otro país, seguramente los medios de comunicación le darían cobertura a sus hazañas y la gente reconocería su labor. Pero siendo de la sierra de Cádiz, ya se sabe. Yo, que lo aprecio, siempre lo pongo como ejemplo de superación, a pesar de sus malas costumbres, a pesar de su charlatanería y, a pesar de los pesares, Pepe, el viajero quijotesco, es mi amigo.
Miguel Ángel Rincón Peña